¿Te has preguntado por qué la agresividad suele generarnos rechazo, miedo o incomodidad?
En este artículo, exploramos cómo cambiar nuestra perspectiva sobre la agresividad nos permite transformarla en una herramienta que fomenta nuestro desarrollo personal. Descubrirás cómo esta energía, previamente rechazada, puede convertirse en una fuerza que beneficie tu vida y tus relaciones.
La palabra «agresividad» proviene del latín «aggredior», y su composición etimológica se refiere a «la cualidad de ir activamente hacia algo». Es una energía natural que puede ser constructiva si se canaliza correctamente.
Por ejemplo, en los bebés, estos impulsos les permiten nacer, buscar alimento, comunicarse a través de sonidos y llanto para recibir cuidado y atención. Les permite afirmar su existencia y decirle al mundo: ”Estoy aquí, necesito ser alimentado, cuidado y sostenido”.
La agresividad, vista como una fuerza natural, contiene aspectos como la firmeza y la determinación, necesarios para establecer límites saludables. Sin embargo, cuando este impulso se reprime o se expresa de forma desmedida, puede transformarse en violencia.
A diferencia de la violencia, el lado positivo de la agresividad no tiene como objetivo dañar. Su finalidad es defendernos, afirmar nuestra identidad y explorar nuestro entorno. La violencia, en cambio, busca lastimar o destruir.
La violencia surge como consecuencia de haber reprimido la agresividad durante mucho tiempo. Es entonces cuando esta energía toma formas extremas que reflejan la incoherencia emocional con que vivimos.
Cualquier pulsión que mantenemos oculta en la sombra se convierte en un problema. Al no ser reconocida ni expresada de manera saludable, termina volviéndose contra nosotros mismos o contra los demás.
Si, por ejemplo, crecimos en un hogar donde se nos exigía callar y obedecer, probablemente nos cueste establecer límites saludables. Es posible que silenciemos y toleremos situaciones que no deseamos con el fin de evitar conflictos y acumulemos ira.
Con el tiempo, esta emoción contenida puede desbordarse y provocar reacciones desproporcionadas, incluso violentas. Al no permitirnos sentir y expresar nuestras emociones, generamos un conflicto interno, afectando nuestro bienestar y nuestras relaciones.
Juzgar negativamente y no encauzar nuestros impulsos agresivos puede llevarnos a rodearnos de personas que expresen esa misma energía de manera desequilibrada. Esto se debe a que nuestras relaciones actúan como un espejo, mostrándonos las cualidades que necesitamos cultivar en nosotros mismos.
«Si la sociedad está en peligro no es a causa de la agresividad del hombre, sino de la represión de la agresividad individual.»
Donald W. Winnicott
Las experiencias que vivimos influyen en cómo percibimos la agresividad. Si en nuestro entorno más cercano hubo personas excesivamente autoritarias o violentas, es posible que la asociemos con esa conducta.
En consecuencia, podemos reprimir nuestros impulsos enérgicos para evitar ser como esas personas o replicar la conducta que vivimos. Sin embargo, es nuestro juicio lo que nos lleva a vivir en desarmonía y sostener dinámicas disfuncionales en nuestra vida.
«El que se enfada por las razones correctas, con las personas adecuadas, en el momento oportuno, de la manera adecuada y durante el tiempo adecuado, es alabado.»
Aristóteles
Por ejemplo, si en tu infancia viste que tus padres eran irrespetuosos o violentos entre ellos o hacia ti, pudiste aprender que ese es el trato que mereces. Si no respetaron tu espacio vital, posiblemente no sabrás cómo hacerte respetar.
Esta experiencia dolorosa genera una «base normativa» disfuncional que puede afectar tus relaciones en la adultez. Es como si una parte tuya siguiera esperando el amor y el respeto que nunca recibió.
Sin embargo, el trato que los demás te ofrecen es un reflejo de la coherencia o incoherencia con que vives. Precisamente, el conflicto reside en esperar que los demás cambien, en lugar de ser nosotros quienes ejerzamos ese respeto con nosotros mismos.
«Todo niño vive en el fondo de su propia casa psíquica o de su propio castillo espiritual y tiene derecho a la soberanía en el interior de esa casa.»
Robert Bly
Una agresividad equilibrada y saludable nos permite legitimar nuestras emociones. También nos ayuda a defender nuestros intereses, reafirmar nuestra identidad y expresar nuestras opiniones.
Promover el rasgo positivo de la agresividad nos permite vivir con autenticidad, de tal forma que podamos respetar a los demás sin faltarnos el respeto a nosotros mismos. Por lo mismo, es necesario integrarla en nuestra personalidad para preservar nuestro espacio vital.
Por ejemplo, si un jefe exige a sus subordinados que realicen más tareas de las que les corresponde bajo amenaza de despido, es necesario que estos defiendan sus derechos y exijan con determinación y firmeza que se respete su contrato.
Más allá de su sesgo negativo, la agresividad abarca un amplio espectro de cualidades que, expresadas adecuadamente y en el contexto apropiado, pueden resultar muy útiles. Veamos un ejemplo:
“Si mi jefe me agrede verbalmente, en lugar de reprimir mi enojo, puedo optar por defenderme y expresarme con firmeza”. Así, evitaré trasladar mi enfado a otros ámbitos de mi vida y descargarme en personas que no forman parte del conflicto.
Desafortunadamente, la falta de gestión emocional a menudo nos lleva a desahogarnos con quienes tenemos más cerca. Reprimir la rabia hacia una persona o situación, muchas veces nos lleva a expresarla de forma descontrolada o a expresarla en otro contexto que consideramos más «seguro», dañando así nuestros vínculos.
Para integrar cualidades como la firmeza, la determinación y el coraje en nuestra personalidad, es fundamental estar en paz con nuestra historia de vida. De lo contrario, será muy difícil utilizarlas de forma equilibrada y asertiva en nuestro día a día.
Para ejercer aspectos de la agresividad de forma saludable, es necesario tener un equilibrio emocional sustentado por habilidades socioemocionales que incluyan empatía y compasión. Esto es esencial, porque nos posibilita expresarla sin violencia, reconociendo la importancia de defendernos sin dañar a otros.
Es posible que la agresividad se manifieste de forma algo desproporcionada cuando comenzamos a trabajar en la integración de algunas de sus características. También es común sentir miedo de ser más firmes con los demás por no saber cómo hacerlo, pero no por ello debemos permitir que se rebasen nuestros límites.
Integrar una parte de la sombra en la personalidad también implica atravesar los juicios que tenemos hacia nosotros mismos. Esto conlleva que, inevitablemente, sintamos algo de culpa porque estamos transgrediendo antiguas creencias y desafiando a nuestro sistema familiar.
Al integrar conscientemente ciertos rasgos de la agresividad, estos pueden convertirse en un motor que impulse nuestra expresión, creatividad y determinación. Este cambio de perspectiva nos ayuda a afirmar nuestro espacio personal de manera saludable y a establecer relaciones más auténticas y respetuosas.
Cuando aprendemos a canalizar nuestra energía con sabiduría, no solo encontramos armonía en nuestra vida, sino que también dejamos una huella de autenticidad en el mundo que nos rodea. Es ahí donde la agresividad transformada en determinación se convierte en una fuerza poderosa para crecer y conectar profundamente.
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