La libertad es una de las aspiraciones más profundas que tiene el ser humano. Sin embargo, aunque muchos la anhelan, pocos se atreven o se sienten capaces de seguir su intuición y desafiar aquello que les hace, de algún modo, sentirse atrapados.
Entonces cabe preguntarse ¿qué hace que nos dé miedo ser libres? ¿Dónde reside realmente la libertad? ¿Es algo determinado por circunstancias externas o es un estado que podemos desarrollar en nuestro interior?
Habitualmente entendemos la libertad como la ausencia de normas y restricciones, o la habilidad de actuar según nuestra voluntad. Pero esta visión puede ser superficial.
El reconocido psiquiatra -sobreviviente del Holocausto- Viktor Frankl, abordó el tema de la libertad desde una perspectiva única en su obra «El hombre en busca de sentido». Allí sostuvo que al ser humano se le puede arrebatar prácticamente todo, menos la capacidad de elegir su propia actitud frente a las circunstancias que lo rodean.
En los campos de concentración Frankl observó que, incluso en las circunstancias más extremas, algunos prisioneros conservaban la libertad interior de elegir cómo responder a su sufrimiento. Ello forjó su propio camino.
«No hay barrera, cerradura ni cerrojo que puedas imponer a la libertad de mi mente.»
Virginia Woolf
Desde esta perspectiva, la libertad no se define como la ausencia de restricciones externas, sino como la capacidad de elegir en cada instante quién queremos ser.
Entender esto no es complicado, sin embargo, cuando tratamos de llevarlo a la práctica, nos encontramos con la realidad de nuestras propias limitaciones y la resistencia de nuestra propia mente.
Elegir nuestro propio camino en la vida puede darnos pavor. Esta paradoja -como las dos caras de una moneda- puede ser, por ella misma, una fuente de estrés y malestar.
El miedo a la libertad (que Erich Fromm discutió en su obra clásica del mismo nombre) surge porque tener la libertad de tomar decisiones también significa asumir la responsabilidad de sus consecuencias.
«Sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla cada día»
Johann Wolfgang von Goethe
A menudo, este temor nos lleva a buscar refugio en decisiones predeterminadas o en seguir a la multitud, evitando así el peso y la incertidumbre que conlleva forjar nuestro propio camino.
Parecieran ser dos caras de una misma moneda: es el deseo de libertad el que, sin embargo, nos impulsa a enfrentar nuestros miedos.
En este contexto, entender la libertad como la capacidad de elegir quiénes queremos ser se convierte, así, no solo en un acto de valentía, sino también en un desafío constante a nuestro propio confort y seguridad.
Incluso, a veces nuestras decisiones implican dejar ir parte de nuestra identidad o concluir ciertas relaciones. Tenemos miedo a ser coherentes con lo que sentimos y ser excluidos por nuestra familia o relaciones más importantes.
Es por ello que, en lugar de asumir el riesgo, solemos claudicar. Pero, en realidad, es nuestro apego y dependencia emocional lo que influye en nuestra capacidad de decidir libremente.
Son nuestras carencias y creencias las que limitan nuestra libertad.
Un claro ejemplo es cuando hacemos las cosas por compromiso u obligación. Vamos a reuniones sociales donde no queremos ir, preferimos la “cómoda” incomodidad de ser incoherentes antes que sentirnos excluidos.
Cada vez que callamos y no decimos lo que pensamos para evitar que alguien se disguste o incluso nos quite el saludo, renunciamos a nuestra libertad haciendo lo que los demás esperan de nosotros.
«La angustia es la señal de que nos corresponde decidir. La angustia es el vértigo de la libertad.»
Søren Kierkegaard
Hemos sido condicionados desde la infancia por nuestra familia, la sociedad y la cultura a responder de determinada manera a los diferentes eventos de la vida.
El problema surge cuando nos identificamos rígidamente con ciertos roles o ideas que limitan nuestra expresión.
Cuando éramos niños nuestros padres decidían por nosotros, pero cuando somos adultos, es nuestra inflexibilidad la que nos limita. Somos nosotros quienes buscamos excusas para no cambiar y esperamos que los demás sí lo hagan.
Esto sucede hasta en los cuentos de hadas. Es el caso de Rapunzel, una princesa que vive cautiva en lo alto de una torre.
Ella no conoce el mundo exterior porque su madre le advierte que afuera hay peligros que desconoce. Sin embargo, cuando cumple 18 años Rapunzel se atreve a salir de la torre.
Ella tuvo que elegir entre seguir en un mundo conocido y “seguro” o comenzar a vivir su propia vida y cometer sus propios errores, incluso si esto significaba que su madre sufra.
Enfrentar el miedo a la libertad durante nuestra juventud es crucial para crecer adecuadamente. La decisión de Rapunzel de dejar la torre refleja esa necesidad fundamental que todos tenemos a esa edad: definir quiénes somos y expresarnos libremente.
Si no nos atrevemos a surcar esa incertidumbre y esos miedos, inevitablemente tendremos que hacerlo más adelante en la vida. Y, cuanto más tiempo esperemos, más difícil puede volverse.
La historia de Rapunzel es más real que fantástica. Y si no lo crees, observa tu vida.
Puedes preguntarte, ¿cuántas veces dejaste que otros decidan por ti? ¿Confías en tus decisiones? ¿A quién acudes antes de tomar una decisión y hoy sigues esperando su aprobación?
Podemos quedarnos congelados, bloqueando nuestro desarrollo, atrapados por todo eso que no nos atrevemos a desafiar. O no.
Definir quién queremos ser ante estos desafíos y actuar en consecuencia es clave. Es ahí donde empezamos a ser libres… o no.
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