Las herencias emocionales pueden ser la clave para comprender por qué, en ciertos momentos de la vida, repetimos las mismas historias. Sin darnos cuenta, actuamos como nuestros padres, replicando no solo sus virtudes, sino también aquello que alguna vez les reprochamos.
Es como si la vida, a través de cada experiencia, nos empujara a confrontar los aspectos que negamos o reprimimos de nuestra personalidad. Muchas veces, al no ser conscientes de ello, terminamos provocando en otros las mismas heridas que nosotros recibimos.
Este artículo abre una ventana para que observes tu historia sin juzgarla y reconozcas las herencias emocionales que llevas contigo y compartes con tu familia. Más que una carga, son una oportunidad real para elegir un camino nuevo.
Son mucho más que un eco del pasado. Las herencias emocionales representan una información vital que perdura de generación en generación.
Se transmite por lealtad inconsciente y solo podemos trascenderla cuando comprendemos su propósito y ya no las juzgamos de un modo que nos paraliza.
Se manifiestan como creencias, miedos, experiencias repetitivas, síntomas, fracasos afectivos, problemas económicos, etc. Cuando hay una incapacidad de avanzar, esta se transmite a la siguiente generación, y se refleja en conflictos sin sentido aparente.
Con el tiempo, si no tomamos conciencia de ello, podemos replicar nuestras heridas en quienes amamos y, así, repetir un ciclo de conductas perjudiciales.
Por eso, es fundamental observar cómo respondemos ante los conflictos, reconocer ante qué estreses somos reactivos. Indagar para qué seguimos actuando igual.
En nuestra infancia también se refleja la forma en que nuestros padres fueron criados. En nosotros, replican o compensan sus experiencias. A veces sin darse cuenta, otras incluso desde el deseo de hacerlo diferente.
Es necesario comprender el contexto en el que crecieron papá y mamá sin juzgarlo negativamente. Cuando nos permitimos observar su infancia, podemos ver al niño o la niña que alguna vez fueron: la soledad que tal vez sintieron, el miedo que atravesaron o la carencia emocional que los marcó.
Si los vemos desde ese lugar, algo dentro de nosotros se acomoda. Ya no los miramos desde la exigencia, sino desde una mirada más compasiva.
Dejar de culparlos es un acto de amor que nos brinda la oportunidad de escribir una nueva historia y nos devuelve la paz.
Algunos padres intentan proteger a sus hijos del sufrimiento que ellos mismos vivieron.
Pero en ese intento, terminan proyectando sus propias heridas. Sin notarlo, priorizan sus necesidades emocionales por sobre la conexión real con sus hijos.
Por ejemplo, si una persona vivió en su infancia carencias económicas, de afecto o seguridad, al convertirse en madre o padre, puede sentir la necesidad inconsciente de compensar en sus hijos aquello que le faltó.
El inconsciente no distingue entre dar al hijo y darse a sí mismo.
El problema es que, detrás de esas buenas intenciones, puede desconectarse de las verdaderas necesidades del niño. Así, sin darse cuenta, crea una distancia emocional que puede llevar a revivir, ahora desde otro rol, la misma experiencia de negligencia que sufrió en su infancia.
«Los hijos traen la herida oculta de sus padres para que esta pueda ser reconocida y sanada.»
Linda Leonard
Si en nuestra infancia no aprendimos a conectar emocionalmente con nuestros padres, es probable que tampoco seamos conscientes de nuestras propias necesidades afectivas o que no sepamos cómo expresarlas. Al llegar a la adultez, podemos volvernos personas acorazadas, como lo fueron ellos.
La consecuencia de no tomar conciencia de nuestra herida es que nos relacionemos desde ese lugar, pudiendo crear vínculos de dependencia emocional. Es necesario reaprender a vincularnos desde el adulto que somos, no desde el niño herido.
Esto puede incluir acciones concretas. También gestos sutiles, como empezar a expresar lo que antes callábamos o validar lo que antes negábamos por no querer mostrarnos vulnerables.
Al comunicar lo que sentimos, podemos aclarar nuestro mundo emocional.
Las heridas que no reconocemos en la infancia buscan expresarse en distintas áreas de nuestra vida adulta. Reproducimos el guion de las carencias o traumas que vivimos, proyectándolos en otras figuras: un jefe, una pareja o un amigo.
Por ejemplo, nuestro inconsciente suele proyectar la figura de papá o mamá con personas que ocupan roles de autoridad en el ámbito laboral. A los hermanos, puede representarlos a través de compañeros de trabajo o amistades.
El propósito de estas repeticiones es ofrecernos nuevos escenarios donde atender nuestros conflictos desde la raíz, trascender esa información y alcanzar mayor salud emocional.
Al tomar conciencia de las historias que repetimos y cómo se reflejan en nuestro presente, debemos tomar una decisión valiente: dejar de señalar a nuestros padres como responsables de la vida que llevamos.
Este es el primer paso para romper con las lealtades que nos mantienen atrapados en ciclos de sufrimiento. Esto es madurez emocional.
Aunque al principio podamos enfrentar el rechazo de nuestra familia por salir de sus normas, es necesario seguir nuestra intuición, incluso sin su aprobación. Esa desaprobación es una señal clara de que estamos trazando nuestro propio camino, no el de nuestros padres.
Enfrentar el dolor que cargamos desde la infancia nos asusta, pero también nos libera. Al hacerlo, descubrimos la fuerza y la valentía que siempre han vivido dentro de nosotros.
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