El sedentarismo suele presentarse como un problema de salud pública, como un conjunto de horas sentados, estadísticas alarmantes o falta de movimiento. Pero, si miramos más allá, descubrimos que no siempre es una simple cuestión de hábitos o falta de voluntad.
A veces, el cuerpo se detiene porque está respondiendo a una historia emocional que ni siquiera sabemos que cargamos.
Desde la Bioneuroemoción, entendemos que ciertos comportamientos repetidos —como la inactividad prolongada— pueden ser la expresión de creencias, memorias familiares o emociones no resueltas. No se trata de culpabilizar; se trata de comprender, de descubrir qué función cumple ese comportamiento en nuestra vida.
Y es desde este lugar, más humano y más consciente, donde podemos empezar a transformar nuestra incapacidad de ser más activos.
El sedentarismo hace referencia a pasar largos periodos de tiempo sin movimiento o con un gasto energético menor al 10 % de la energía diaria de una persona.
Según datos de la Organización Mundial de la Salud, más del 25 % de la población mundial no realiza la actividad física mínima recomendada, lo que se acentúa en mujeres. En adultos, el sedentarismo se relaciona con un mayor riesgo de enfermedades cardiovasculares, metabólicas y con un impacto significativo en la salud mental.
Hoy, la combinación de teletrabajo, pantallas y rutinas aceleradas ha incrementado el número de horas sentados. Pero los datos solo nos muestran la superficie.
Detrás de estas cifras hay historias, emociones, patrones de pensamiento y vínculos con nuestro propio cuerpo que merecen ser escuchados.
Como decíamos, el sedentarismo no solo responde a hábitos externos; también se sostiene en creencias y emociones profundamente arraigadas.
Muchas personas conviven con pensamientos como “No soy atlético”, “No tengo energía” o “Si no puedo hacerlo perfecto, no sirve”. Este enfoque rígido —todo o nada— reduce la posibilidad de iniciar pequeños pasos que sí podrían transformar la relación con el movimiento.
A ello se suma el perfeccionismo y la baja autoeficacia, es decir, la sensación de no ser capaces de sostener una acción en el tiempo. Cuando la mente anticipa fracaso, evita comenzar.
El miedo al juicio ajeno refuerza aún más esta tendencia, especialmente en quienes experimentan vergüenza corporal o desconfianza hacia su propia imagen.
En este contexto, la inactividad no es pereza: es una estrategia de protección. El cuerpo se queda quieto para evitar la exposición, la incomodidad o el recuerdo de experiencias asociadas a la ineficacia o la insuficiencia.
Aunque parezca un comportamiento puramente físico, el sedentarismo está estrechamente vinculado con el mundo emocional. Cuando la inactividad se prolonga, aparece un círculo vicioso: la falta de movimiento deteriora el estado de ánimo, y un estado de ánimo bajo dificulta iniciar cualquier cambio.
La ansiedad, la tristeza, la apatía o el estrés constante reducen la energía disponible para actuar y refuerzan esta tendencia a no moverse.
Para muchas personas, quedarse quietas —o recurrir a distracciones como pantallas, redes o series— se convierte en una forma de regular emociones difíciles. La mente busca la gratificación inmediata que ofrece el ocio sedentario, frente al esfuerzo inicial y la recompensa diferida que implica el ejercicio.
Desde la Bioneuroemoción, entendemos que cada conducta intenta protegernos. El sedentarismo puede aparecer como una forma de evitar la incomodidad emocional, como una manera de anestesiar lo que no queremos sentir.
Así, la inactividad cumple una función emocional: permite adormecer el malestar, evitar el estrés o escapar de pensamientos incómodos. Comprender esta dinámica es clave para transformar el sedentarismo desde un lugar más consciente y compasivo.
Aquí surge una pregunta importante: ¿Qué estoy evitando sentir cuando mi cuerpo elige no moverse?
A la que le pueden continuar estas:
Desde la Bioneuroemoción comprendemos que ciertos comportamientos se transmiten a través del inconsciente familiar o por experiencias que nos marcaron en nuestra tierna infancia. No se trata de buscar culpables en el árbol genealógico, sino de comprender las influencias que atraviesan nuestra vida sin que lo sepamos.
En esa línea, en muchos casos, el sedentarismo puede estar conectado con memorias heredadas de escasez, enfermedad, accidentes o mandatos invisibles.
Cuando en la historia familiar ha habido experiencias de privación, hambre o peligro, el organismo puede desarrollar un programa inconsciente de ahorro: no gastar energía, no exponerse, no arriesgarse.
Es el caso de Luis: su abuelo pasó varios años de su juventud en escasez extrema. Su frase habitual era: “Hay que guardar energías para lo importante”. Luis, sin saberlo, ha vivido toda su vida con poca motivación para moverse: no quería gastar la energía que necesitaba para sobrevivir. Reconocer esta memoria le permitió reinterpretar su relación con el movimiento.
Otras veces, la lealtad puede ser, por ejemplo, hacia un padre que quedó inmovilizado por enfermedad o un accidente. El cuerpo, desde un nivel profundo, “repite” ese estado como forma de conexión con ese ser tan querido o reparación simbólica de lo que papá no pudo lograr.
Un caso común es que la herencia emocional no se exprese directamente a través de la inmovilidad física, sino mediante una vergüenza corporal profundamente aprendida. Tal vez mi madre vivió con la creencia de “no merecer” un cuerpo fuerte, cuidado o visible, ya sea por críticas continuas, comparaciones o por haber crecido en un entorno donde la apariencia se asociaba a la vanidad o a la soberbia. Como hija, sin darme cuenta, repito ese mensaje: me convenzo de que no estoy hecha para ser atlética o que no tengo derecho a sentirme esbelta o saludable. En consecuencia, elijo la inactividad.
Así, el propio cuerpo se acomoda a esa identidad heredada, como si mantener la inactividad fuese una forma silenciosa de ser fiel a una historia que no le pertenece.
Algunas preguntas que pueden acompañarnos en este proceso de autoindagación:
«Hay que cultivar el vigor del cuerpo, para conservar el del espíritu.»
Luc de Clapiers, Marqués de Vauvenargues
Cambiar un hábito no es solo modificar conductas; es comprender el sentido biológico y emocional que ese hábito ha tenido hasta ahora.
El sedentarismo, visto así, puede convertirse en una oportunidad para revisar nuestras creencias, liberar viejas lealtades y construir una relación más amable con el movimiento.
El primer paso es identificar el origen del patrón: ¿proviene de un mensaje de la infancia?, ¿de una emoción no atendida?, ¿de una creencia limitante?, ¿de una memoria familiar?
Después, se abre la posibilidad de reconocer la función positiva que ese programa tuvo: en algún momento me permitió adaptarme, sobrevivir y seguir adelante. Ahora puedo elegir conscientemente un camino diferente.
Si no tuviera miedo, vergüenza o culpa, ¿cómo me gustaría moverme?
¿Qué emoción aparece cuando pienso en mover mi cuerpo?
¿Qué creencia me impide dar el primer paso?
«La única forma de demostrar lo que eres capaz de hacer es haciendo.»
Michael Jordan
El sedentarismo no es solo un problema de salud, ni solo un comportamiento físico: es un espejo que revela cómo nos relacionamos con el cuerpo, con nuestras emociones y con nuestra historia familiar. Comprenderlo desde esta perspectiva abre una puerta poderosa: la de elegir el movimiento como una expresión de libertad, presencia y coherencia.
Cuando dejamos de luchar contra el síntoma y empezamos a comprenderlo, el movimiento ya no es una obligación, sino una consecuencia natural de estar en mayor armonía con uno mismo.
Moverse —aunque sea poco, aunque sea despacio— puede convertirse en un acto de amor propio, en una forma de honrar la vida que nos habita. Y cada paso, por pequeño que sea, nos recuerda que siempre es posible transformarnos.
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