Recuerda alguna película que hayas visto con más personas, es fácil darse cuenta de cómo cada uno ha prestado atención a diferentes detalles. Aunque objetivamente las imágenes y los sonidos sean los mismos, cada uno guarda un recuerdo diferente y crea una opinión particular y subjetiva de lo que acaba de ver. No solo eso, incluso la misma persona, con el paso del tiempo, puede volver a ver la película y encontrarla menos graciosa, más triste o menos terrorífica que el recuerdo que guarda de la primera vez que la vio. A veces, el recuerdo es tan distinto a lo que «vemos» ahora que parece otra película, otro libro, otro lugar, etc.
Para construir nuestra opinión de las personas que nos rodean, de las situaciones que experimentamos e incluso acerca de nosotros mismos, no nos basamos en aquello que hemos vivido, sino en la manera en la que están “codificados” nuestros recuerdos. Lo cual no depende solo de aquello que nos sucedió, sino también de nuestro estado emocional, nuestra historia familiar y nuestra educación.
En el ámbito judicial se han llevado a cabo numerosos experimentos acerca de la precisión de los recuerdos y la fiabilidad de la memoria. En este contexto destaca la figura de la psicóloga Elizabeth Loftus, quien se dedicó a investigar la posibilidad de que los recuerdos de los testigos presenciales o de las víctimas de crímenes pudieran ser falsos, estar modificados y si se podían generar falsos recuerdos. Los resultados señalaban que los recuerdos pueden ser distorsionados sin que nos demos cuenta. En consecuencia, la versión de los hechos de un testigo presencial dejaron de considerarse una fuente fiable en un proceso judicial y se hizo necesario sostener las versiones de lo ocurrido con pruebas materiales.
¿Cómo nos influye esto o para qué nos sirve? Por ejemplo, una persona que siente que su padre nunca le ha valorado ni le ha prestado atención, puede indagar en su pasado, observar objetivamente sus recuerdos y desafiar las interpretaciones que mantiene de su historia personal. Es decir, si sabemos que nuestros recuerdos no son “la verdad”, podemos reinterpretarlos. Siguiendo con el ejemplo, al volver mentalmente a diferentes momentos del pasado, esa persona se da cuenta que ha sido “testigo” de multitud de escenas en las que su madre está enfadada o triste porque siente que su esposo es un desconsiderado, un egoísta que no atiende a sus hijos como debería. Toma conciencia de que este sentimiento con el padre no es suyo realmente y esto tiene la capacidad de transformar su percepción automáticamente.
Los recuerdos más “importantes” de nuestra vida son los más susceptibles de estar distorsionados, debido a su carga emocional. Como dice el escritor Osvaldo Soriano “la memoria, al elegir lo que conserva y lo que desecha, no sabe de casualidades”. Es decir, no somos fruto de nuestros recuerdos sino que nuestros recuerdos son fruto del sistema de creencias que usamos en nuestro presente. Tomar conciencia de la información a través de la que filtramos nuestros recuerdos nos permite reinterpretar nuestras experiencias, viéndolas desde un prisma diferente que no solo influirá en la percepción de nuestro pasado sino en lo que somos hoy día y en nuestra forma de ver y de relacionarnos con nuestro entorno.
Solemos aferrarnos a lo que recordamos a modo de justificación de nuestra historia, de las razones aparentemente objetivas que respaldan nuestras decisiones, nuestras reacciones y nuestros prejuicios. Creamos cada día la imagen de quiénes somos o los juicios que hacemos en base a los recuerdos que hemos ido almacenando, pero ¿y si lo que recordamos no fuese una representación fidedigna de aquello que vivimos en realidad?
“Recordar es, sobre todo, un acto creativo. Al relatar, la gente crea, redacta, su vida.»
Svetlana Alexievich