¿Alguna vez te preguntaste por qué ciertas emociones se repiten en tu vida una y otra vez? ¿Por qué, incluso en relaciones sanas, puede asomar el miedo a confiar, a decidir o a mostrarte tal como eres? ¿Y por qué hay personas que, frente a las mismas circunstancias, logran avanzar, mientras otras se estancan en su desarrollo o repiten patrones?
La respuesta a estas preguntas podría estar en una teoría que, aunque se formuló hace décadas, sigue siendo profundamente actual: la teoría del desarrollo psicosocial de Erik Erikson.
Hoy queremos invitarte a mirar tu vida desde una perspectiva distinta. No para juzgarte ni para etiquetarte, sino para comprender. Porque detrás de muchas decisiones, vínculos y conflictos hay etapas del desarrollo que tal vez no se resolvieron del todo. Y entender eso puede abrir un camino de integración, sanación y evolución personal.
Erik Erikson fue un psicoanalista que tomó como punto de partida algunas ideas de Sigmund Freud, pero fue más allá. Mientras Freud afirmaba que los aspectos esenciales de la personalidad se definían en los primeros años de vida, Erikson propuso una mirada más amplia y esperanzadora:
El desarrollo de la identidad no se detiene en la infancia. De hecho, continúa a lo largo de toda la vida.
Para Erikson, las problemáticas principales de cada período vital son como bifurcaciones en el camino que, según cómo se resuelvan, nos permiten integrar una virtud o arrastrar una herida.
Estas etapas están conectadas entre sí: lo que no se resuelve en una, se expresa en las siguientes. Por eso, a veces sentimos que tropezamos siempre con la misma piedra.
Veamos en qué consiste cada período y qué podemos aprender de él.
Desde el inicio, nuestro entorno nos transmite un mensaje fundamental: ¿es el mundo un lugar seguro?
Si quienes nos cuidaron respondieron a nuestras necesidades con presencia y coherencia, probablemente aprendimos a confiar. No solo en ellos, sino también en nosotros mismos y en la vida.
La virtud que surge aquí es la esperanza. Pero si la experiencia fue opuesta, podemos crecer con una base de desconfianza que nos haga dudar constantemente de los demás o de nuestras propias percepciones.
A esta edad, empezamos a explorar el mundo por cuenta propia. Caminar, hablar, decidir… todo es un ensayo.
Si recibimos espacio para experimentar y equivocarnos, desarrollamos autonomía y voluntad. Pero si predominó la crítica, el castigo o el control excesivo, es probable que hoy sintamos vergüenza al mostrarnos o miedo a decidir.
Aquí se gesta nuestra capacidad de tener ideas propias y actuar sobre ellas. ¿Nos permitieron jugar, imaginar, crear? ¿O aprendimos que tomar iniciativa era “portarse mal”?
Si la iniciativa fue castigada, quizás hoy cueste emprender o asumir liderazgo sin sentir culpa. Superar esta etapa implica conectar con el propósito, esa fuerza que impulsa nuestros actos con sentido.
«Échate a volar y te crecerán alas.»
Richard Bach
Durante la etapa escolar, aparece la necesidad de hacer las cosas bien, de ser reconocidos por nuestras habilidades.
Si fuimos alentados a aprender, nos sentimos capaces. Si predominó la comparación, la humillación o la exigencia sin contención, podemos arrastrar un sentimiento de inferioridad que limite nuestras aspiraciones.
La virtud que se desarrolla aquí es la competencia.
La adolescencia es el gran laboratorio de la identidad. ¿Quién soy? ¿Qué quiero ser? Si contamos con referentes que validaron nuestras búsquedas, y tuvimos libertad para experimentar sin ser castigados por ello, es más probable que hayamos logrado una identidad sólida.
Pero si hubo rechazo, presión o abandono, la confusión puede instalarse y derivar en máscaras, adicciones o conductas autodestructivas. La fidelidad, entendida como coherencia con uno mismo, es la virtud de esta etapa.
Una identidad clara permite vincularnos sin temor a desaparecer en el otro. En esta etapa, buscamos relaciones profundas, comprometidas y recíprocas.
Pero si cargamos con heridas previas —como una identidad difusa o una baja autoestima— podemos temer que el amor nos haga perder nuestro eje. La capacidad de intimar sin renunciar a uno mismo es la clave. Aquí se desarrolla la virtud del amor.
No se trata solo de ser padres, sino de aportar algo al mundo, de dejar huella, de cuidar a otros. Si logramos proyectarnos más allá del ego, desarrollamos la generatividad.
Pero si nos encerramos en lo personal, sin dar, sin construir, el estancamiento se vuelve evidente: relaciones vacías, falta de proyectos o actitudes infantiles. La virtud que se integra es la solidaridad.
Al mirar atrás, ¿sentimos que nuestra vida tuvo sentido? ¿O nos invaden la frustración y el arrepentimiento? Esta etapa nos invita a integrar todo lo vivido, a aceptarnos con luces y sombras.
Si logramos hacerlo, alcanzamos la sabiduría: no como acumulación de conocimientos, sino como comprensión profunda del recorrido.
Lo más interesante es que estas etapas no son compartimentos estancos. Se entrelazan, se condicionan.
Si no logramos consolidar la identidad en la adolescencia, es probable que tengamos dificultades para construir vínculos íntimos en la adultez. Si de niños nos sentimos inferiores, quizás busquemos una identidad negativa —aunque sea dañina— solo para sentir que “somos alguien”.
Pero atención: no se trata de buscar culpables, sino de tomar conciencia. Porque como dijo el propio Erikson:
«El yo no está terminado, es un proceso en constante evolución.»
Y esto es lo más importante: ninguna etapa sin resolver es una condena. Las heridas no desaparecen, pero sí pueden ser comprendidas y transformadas.
Incluso si en nuestra infancia no hubo seguridad, podemos aprender a confiar. Si nuestra adolescencia fue caótica, podemos construir identidad en la adultez. Siempre es posible resignificar. Y eso empieza por mirar con amor, honestidad y coraje nuestras propias etapas.
Resignificar no es negar lo que pasó, ni forzarnos a ser lo que no somos. Es reconocer lo que nos faltó y dárnoslo ahora, desde la conciencia.
A veces, eso implica pedir ayuda. Otras, soltar exigencias. Y otras tantas, animarnos a caminar con nuestras propias dudas a cuestas, sin que eso nos detenga.
Cada etapa nos deja una huella. Pero también, una puerta. Y está en nosotros elegir si la abrimos o si seguimos viviendo desde lo no resuelto.
La invitación está hecha: no para cambiar tu pasado, sino para cambiar la forma en que lo habitas hoy.
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El entorno emocional de nuestra niñez moldea las creencias que más nos marcan. Al cuestionarlas, podemos transformar nuestra perspectiva de la vida, redefiniendo nuestra propia historia. ¿Estás listo/a para ver tu mundo con nuevos ojos?
A través del enfoque de Eric Erickson y su teoría de la identidad, David Corbera explora cómo las distintas etapas de la vida influyen en cómo nos comportamos o reaccionamos siendo adultos. Si bien cada etapa deja huellas en nuestra vida, ninguna nos condena.
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