Dar sin recibir: la historia no contada del sacrificio emocional

07 junio 2025

Nos han enseñado que dar es bueno. Que ayudar sin esperar nada a cambio es una virtud. Y aunque hay verdad en eso, también puede haber un precio: el de perder de vista nuestros propios deseos, necesidades y límites.

Este artículo no busca cuestionar el valor de dar, sino abrir una mirada distinta sobre lo que nos mueve a hacerlo. ¿Damos porque queremos o porque nos sentimos obligados a hacerlo?

 

Cuando dar es un mandato

Hay gestos que aprendemos tan temprano que olvidamos que fueron aprendidos. Dar es uno de ellos. 

Desde chicos, muchos fuimos entendiendo —sin que nadie lo dijera con palabras— que estar disponibles a lo que los demás necesitan tenía un valor especial.

Con el tiempo, ese gesto genuino pudo haberse transformado en una exigencia silenciosa: dar sin medida, incluso cuando no hay deseo. Porque si no damos, ¿cómo nos mirarán

Y en ese dar constante, algo dentro nuestro empieza a quedarse en segundo plano. Hasta que un día, sin entender bien por qué, sentimos que damos y no recibimos lo que esperamos a cambio.

 

Una trampa vestida de virtud

Dar siempre parece una buena idea. En muchas historias, es el gesto que une. El que da, según nos enseñaron, es generoso. 

A veces cuesta distinguir si estamos dando desde el corazón o desde la costumbre. Si ese impulso nace del deseo o si se convirtió en una forma de sentirnos queridos.

Porque cuando damos tanto, el problema no es si el otro devuelve, sino qué nos lleva a dar en exceso.

Muchas veces esperamos reconocimiento. No como deuda, sino como confirmación de que nuestro dar tiene sentido. 

Y cuando no somos vistos, algo se tensiona. Aparece la incomodidad, incluso el enojo. Pero ¿cómo vamos a enojarnos si solo estamos ayudando?

Es en ese punto donde la virtud comienza a incomodar. Porque dar puede volverse una forma de sostener una imagen. Un rol. Una identidad: la del que siempre está. La del que nunca falla.

 

«Las expectativas son resentimientos esperando suceder.»

 Anne Lamott

 

El desequilibrio: dar, pero no recibir

La otra cara de la entrega excesiva es la dificultad para recibir. No porque el dar sea un problema en sí, sino porque se convierte en un movimiento unidireccional, agotador, que no encuentra eco.

A veces no es que los demás no quieran darnos, sino que no sabemos cómo permitirlo. Nos incomoda que nos cuiden, que se ocupen de nosotros, que nos pregunten qué necesitamos. Decimos que sí a todo, pero cuando alguien se acerca a ofrecernos algo, respondemos: “No te preocupes”, “Yo puedo solo”, “No hace falta”.

Hemos aprendido a dar pero también aprendimos a cerrarnos a recibir. Como si aceptar algo del otro fuera una amenaza. Como si eso nos volviera vulnerables, dependientes, o egoístas.

Y es que detrás de esa dificultad suele habitar una creencia antigua instalada en silencio: Yo no merezco recibir tanto como doy.

 

La sombra del dar: lo que no me permito ser

Quien da sin pausa suele tener una parte interna que no permite detenerse. Que no sabe descansar sin culpa, improvisar sin miedo o recibir sin justificarse. No porque no quiera, sino porque, en algún punto, cree que no puede. Que no le corresponde.

Debajo de la imagen del que siempre está o de la que se entrega sin medida, vive una sombra. Una parte espontánea, libre, creativa, incluso egoísta —en el buen sentido— que fue relegada para sostener el rol de ser ejemplo. 

Esa parte que quiere decir “No”, pero calla. Que quiere jugar, pero se contiene. Que quiere pensar en sí misma, pero se juzga solo por imaginarlo.

Y cuanto más tiempo se reprime, más tensión acumula. Porque la sombra no desaparece: se filtra. En el fastidio silencioso, en la queja disfrazada de bondad, en la exigencia de que el otro también dé. 

A veces ayudamos tanto que ocupamos y controlamos todo. Y después, nos duele que el otro no se mueva. Pero ¿le dimos espacio?

 

dar

 

De quién aprendí a dar en exceso

Ningún personaje se construye solo. Y el del “dador perfecto” suele tener raíces profundas. 

En muchas familias, el valor de una persona se mide por lo que hace por los demás, por cuánto se sacrifica, por su capacidad de estar siempre disponible. Ser útil es sinónimo de ser amado.

Tal vez nuestra madre siempre estaba pendiente de todos, sin descanso. La escuchamos decir mil veces: “Si yo no lo hago, nadie lo hace”. Inconscientemente, tomamos ese modelo como propio, no por casualidad, sino por fidelidad: lo repetimos para acompañarla, para confirmar nuestro apoyo inconsciente a su historia.

O quizá fue todo lo contrario: nuestra madre no estaba presente y aprendimos a compensar esa ausencia “estando” sin medida. 

A veces creemos que damos para sumar, pero, en realidad, estamos tratando de no perder. De no parecernos a alguien que juzgamos en silencio. De diferenciarnos de quien, según nuestras memorias, fue egoísta, ausente o frío.

Reconocer estas dinámicas no es culpar a nadie. Es empezar a comprender que nuestro modo de dar tiene una historia detrás que espera ser comprendida e integrada. 

 

Reconocer la proyección con la autoindagación

Lo que más nos molesta del otro es justo lo que no nos permitimos a nosotros mismos:

“Yo lo doy todo y él no mueve un dedo”, “Siempre soy yo la que está para todos”

“Justo a mí no me vas a ayudar, si hago todo por ti”.

Y ahí surge un conflicto interno entre lo que esperamos y lo que no llega. Entre lo que damos y lo que creemos que el otro no devuelve.

Podemos empezar a ver estas situaciones como espejos que nos muestran algo más profundo. Tal vez esa persona que no nos cuida como esperamos, no lo hace porque no puede, sino porque inconscientemente está ocupando el lugar que nosotros no nos animamos a habitar: el de recibir, el de pensar en uno mismo, el de poner límites.

Juzgamos al otro como egoísta, pero somos nosotros los que no nos permitimos serlo. Y al juzgarlo afuera, evitamos encontrarnos con esa parte adentro que busca ser tenida en cuenta.

Entonces el otro se vuelve escenario y, lo que parece ser una relación desequilibrada se transforma en una oportunidad: ¿Qué parte de mí estoy proyectando en esta dinámica?

 

dar

 

Del deber al deseo

Dar es una de las actitudes más hermosas. Pero cuando se convierte en un deber, en una exigencia constante de sostener un personaje, nos posiciona en el resentimiento y nos aleja del deseo. Y, con el tiempo, de nosotros mismos.

No se trata de dejar de ayudar, sino de revisar desde dónde lo hacemos: desde la plenitud o desde la necesidad. Desde la libertad o desde el miedo a no valer.

El camino del dar se completa con habilitarnos a recibir. A elegir cuándo estar y cuándo no. A reconocer nuestras necesidades sin disfrazarlas de entrega. A romper con la fidelidad silenciosa que decía que el amor se ganaba con sacrificio.

Únicamente cuando damos desde el deseo y no desde el deber, el dar se vuelve genuino. Porque cuando nos atrevemos a priorizarnos, no dejamos de ser generosos. Solo dejamos de ser invisibles para nosotros mismos.

 

 

Si quieres seguir profundizando sobre este tema, puedes acceder a este material en nuestro canal de Spotify y de YouTube:

 

En este pódcast, Enric Corbera habla sobre cómo la sombra es una parte nuestra que busca constantemente ser reconocida e integrada, aunque lo haga a través de mecanismos inconscientes.

 

En este video, David Corbera explica que dar y recibir son, en realidad, el mismo acto y que, para poder realizarlos en coherencia, hemos de aprender a equilibrarlos.

 

 

Si quieres conocer más acerca del método de la Bioneuroemoción y cómo aplicarlo en tu vida para aumentar tu bienestar emocional, síguenos en nuestras redes sociales: YouTube, Instagram, Facebook, X y LinkedIn.

 

Comparte en los comentarios si te ha resultado interesante este artículo y compártelo con quien creas que le puede resultar útil esta información. ¡Gracias por tu interés!

Si te ha gustado, compártelo

Diplomado en Bioneuroemoción®

Escribe tu comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

© 2021 Enric Corbera Institute.