El trauma no siempre llega como un golpe. A veces, lo que llamamos «problemas actuales» no son más que ecos de eventos antiguos que siguen resonando dentro nuestro.
Este artículo no pretende definir el trauma desde la patología ni minimizar su impacto. Más bien, invita a mirar ciertos escenarios cotidianos con otros ojos.
Tal vez no sabemos nombrarlo, pero lo sentimos. El trauma puede aparecer, por ejemplo, como una ansiedad sin causa clara, una tristeza que no entendemos o una reacción exagerada ante algo pequeño.
No hace falta haber vivido un hecho extremo para cargar con un trauma. Una palabra desubicada en el momento más vulnerable puede dejar una marca que aún nos acompaña.
No es lo que pasó, sino cómo lo vivimos internamente, sobre todo en la infancia, cuando no teníamos recursos emocionales para sostener lo que sentíamos.
El trauma no se instala solamente por el hecho en sí, sino también por el contexto emocional en el que lo experimentamos.
Una experiencia se vuelve traumática cuando no pudimos integrarla, cuando quedó flotando como una herida abierta en la memoria emocional. Y aunque el tiempo pase, sigue activa.
A veces se disfraza de autosabotaje, necesidad de control, hipersensibilidad o desconexión con nuestro deseo.
«El trauma no es lo que te pasó. Es lo que sucedió dentro de ti como resultado de lo que te pasó.»
Gabor Maté
Durante mucho tiempo, el trauma se asoció a hechos extremos como abusos o catástrofes. Hoy entendemos que también puede nacer de experiencias más sutiles, menos visibles, que nos desbordaron emocionalmente.
Algo que para un adulto parece trivial, para un niño puede ser abrumador. No es la escena externa lo que deja la herida, sino la vivencia interna de no sentirse comprendido o validado.
En algunos casos no recordamos el momento en que se gestó el trauma, pero sí reconocemos sus consecuencias: evitamos temas, repetimos conductas, reaccionamos con intensidad desmedida o nos desconectamos de lo que realmente queremos.
Comprender esto nos permite dejar de minimizar lo que sentimos y abrir la puerta a una mirada más compasiva hacia nuestras propias reacciones.
Hay escenarios donde, si no somos comprendidos, escuchados o sostenidos, la experiencia se vuelve desbordante. Es ahí donde el entorno, en lugar de contener, se transforma en un desencadenante.
Allí aprendemos lo que significa el amor, el merecimiento, el valor. Pero también podemos aprender que para ser vistos debemos cumplir un rol o silenciar nuestro sentir.
Una madre que repite: “Si yo no lo hago, nadie lo hace”, puede transmitir la idea de que amar es sacrificarse. El niño graba: “Para que me quieran, tengo que olvidarme de mí”.
Una internación infantil o una enfermedad, incluso pasajera, puede marcar emocionalmente, y más si lo vivimos en soledad, con miedo o con alguna otra emoción opresiva.
Ejemplo: una niña hospitalizada que ve llorar a sus padres sin comprender qué pasa, concluye inconscientemente que su cuerpo es frágil o que enfermar daña a los demás.
El entorno escolar es uno de nuestros primeros ámbitos de socialización. Allí, la sobreexposición, el bullying, la comparación o sobreexigencia pueden hacer estragos en la estructura psíquica.
Un niño que se equivoca al leer y es ridiculizado puede grabar: “Expresarme es peligroso”.
Aunque sea un espacio adulto y profesional, el entorno laboral puede activar heridas infantiles,
Alguien que busca constante validación de su jefe puede estar proyectando el reconocimiento que no recibió de su padre.
Incluso si no hay consecuencias físicas, este tipo de episodios suelen dejar una sensación persistente de inseguridad.
Una persona que evita manejar después de un choque menor no rehúye del hecho, sino de la indefensión emocional en la que quedó estancada.
Todos estos escenarios no son causas absolutas, sino puertas simbólicas hacia lo que aún duele. No se trata de culpar, sino de mirar con más conciencia.
El trauma deja una emoción congelada. A su vez, crea una narrativa interna: una forma de interpretar la vida, de vincularnos, de posicionarnos.
Muchas veces encarnamos una herida que no comenzó con nosotros. Lo transgeneracional pesa. Repetimos patrones como un homenaje silencioso a quienes no pudieron resolver su propio dolor.
El sacrificio de una abuela, la soledad de un abuelo, la resignación de una madre… no fueron elecciones conscientes, sino intentos de amar con los recursos psicológicos que tenían.
El inconsciente familiar busca equilibrio. Si alguien quedó paralizado en el sufrimiento, tal vez nosotros sigamos caminando en esa misma dirección, creyendo que es la única posible. Pero no lo es.
Lo que se repite no es destino. Es una oportunidad. Repetimos no para sufrir, sino para verlo con otros ojos, integrarlo, transformarlo.
Convertirnos en observador es detenernos ante lo que nos duele y preguntarnos:
La autoindagación nos ayuda a recuperar el poder sobre el relato de nuestra historia. Lo que parecía una condena se vuelve camino de comprensión.
Peter Levine, uno de los grandes estudiosos del trauma, dice: “El trauma no está en el evento, sino en el sistema nervioso. Y, por eso, puede resolverse cuando se le ofrece el espacio para completarse.”
Comprender no es justificar. Es dejar de vivir desde esa herida y empezar a elegir.
Sanar no es olvidar. El trauma no desaparece por negarlo, pero pierde fuerza cuando lo miramos desde otro lugar. No somos los mismos que fuimos cuando ocurrió aquello.
Y esa diferencia nos da poder: donde antes hubo parálisis, hoy puede haber elección, puede haber movimiento.
Como escribe Boris Cyrulnik: “Ser traumatizado no es una elección, pero seguir siéndolo, una vez que se tiene la posibilidad de comprender y actuar, sí lo es.”
El trauma no define nuestra identidad. Es solo una parte del camino.
Y cuando lo reconocemos como tal, sin negarlo ni dramatizarlo, esa herida se vuelve una fuente de autenticidad. El pasado deja de ser una carga y se convierte en un maestro.
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En este pódcast, David Corbera explica mediante un caso práctico cómo surgen los traumas, cómo identificarlos y qué hacer para superarlos.
En este video, David Corbera profundiza en cómo los traumas que experimentamos de niños influyen en nuestra vida, afectando cómo afrontamos las dificultades, nuestra forma de relacionarnos, y las decisiones que tomamos.
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